Hubo un tiempo en que Luis Ragel (Madrid, 1962) estaba convencido de que su medio de expresión, y seguramente su oficio, sería la escritura. Y de hecho escribió de forma abundante, hasta que percibió que, comparados con la vida real: intensa, exuberante y pletórica; los textos perdían entidad y, en definitiva, la ficción perdía su razón de ser. Un intenso periodo en la Centroamérica Caribe, después de los años universitarios, resultó revelador en este sentido: la vida no estaba para ser narrada ni leída; sino para ser palpada, tocada, hendida: para ser descubierta sensualmente, para experimentarla, sin mediación alguna. Su pintura responde en gran parte a esta actitud vital: hay una gran diferencia entre reproducir realidades ya existentes y producir esos fragmentos nuevos de realidad que son sus cuadros. Desde entonces, la escritura ha quedado como un sistema de registro cotidiano, una notación continua, una especie de secreción natural (a la que se puede acceder a través de su blog “Fultain” en esta web) mientras que la pintura, en cambio, se convirtió finalmente en su oficio. 

Desconozco en qué momento la pintura pasó a ser escultura, aunque pienso que esta fue siempre una permanente insinuación que fue ganando terreno poco a poco. Por eso entre sus trabajos pictóricos de hace décadas y sus esculturas más recientes se percibe, mucho más que una evolución narrativa o estética, la coherencia intrínseca y simple de los procesos naturales de ida y vuelta. Constante, ida y vuelta.

La última etapa de su producción, al tiempo que ha ido profundizando sus propuestas, se ha ido extendiendo en un registro de máxima amplitud, que abarca tanto un sentido lúdico, curioso y distendido de la vida –palpable en las propuestas coloristas, juguetonas e inesperadas que encontramos en sus esculturas con materiales textiles–, como un decidido compromiso civil y político que va más allá de su actividad artística, pero de la que esta también da cuenta, a través de obras como la serie “La cremallera de Pedro Basurto”, iniciada en 2009 y en la que continua atareado de vez en cuando o los trabajos sobre el agua, el hambre, el cuerpo. Está su laboratorio de esculturas, bocetos que algunos nunca pasarán de ahí y que incluyen piezas efímeras en las que juega con trozos de frutas o verduras que deja que lleguen hasta la desecación, y en las que la escultura como tal se reduce a su mínima expresión, quizá para dejar más espacio a la reflexión existencial, en un simpático guiño a los bodegones clásicos y a la eterna temática del memento mori.

Estos son tres de los puntos cardinales sobre los que orbita su obra, quizá su vida: el placer de la búsqueda, el compromiso social y político y la mera consciencia y celebración de existir. El cuarto punto cardinal sería, probablemente, su compromiso con el estudio (al que siempre se refiere como el taller), el natural disfrute de estar en el taller y trabajar en él. Esto último constituiría su norte, su  norte cotidiano. (Texto: David Romero. Fotografía: Laila Ragel).

«Mi oficio y mi artes es vivir» (entrevista).